Un cajón de sastre al azar

Un cajón de sastre al azar
Imagen de Anita Smith en Pixabay
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domingo, julio 08, 2012

Capítulo 14: Vivir.

sasha volumen ii

in the way ©
Dolerá. Esto le dolerá. Desde un principio pensé que era una mala idea y no sé por qué demonios no dije que no, pero claro, Cori me dijo que todo saldría bien y yo de obediente no pude decir un maldito no. Si por esto luego me queda un trauma él tendrá la culpa. No es lo mismo hacerlo a que te lo hagan.

—Deja de moverte que si no nunca podré meterlo—le digo tratando de calmarlo.

Cori se mueve demasiado y si no se calma puedo lastimarlo. Se lo dije antes de que comenzáramos, le insistí que nunca antes lo había hecho con alguien más pero él era el necio, así que ya estamos en mi cuarto y ahora que se aguante.

—Sasha, es demasiado grande, no va a entrar.

—Que si hombre, ahora solo date la vuelta, te calmas, me dejas meterlo y fin de la historia.

—¡Pero es que va a dolerme!—advierte él con preocupación.

—Oye, esto tan poco es fácil para mi, pero una vez esté dentro te prometo que el dolor pasará de apoco.

—Bien, pero si te digo que te detengas cuando ya no soporte, ¿te detendrás?

—Eso debiste haberlo pensado antes de pedírmelo. Así que te aguantas.

—¡Carajo!—exclama Cori.

Respira profundo y trata de relajarse un poco, me mira a los ojos por unos segundos y finalmente se recuesta en la cama.

—Bien, ahora no te muevas. Relájate que así entrará más fácil.

Cori simplemente se tapa los ojos con una mano y me hace señas para que prosiga y en menos de lo que piensa, he terminado. Fue bastante rápido. Desde hace un buen tiempo me viene diciendo que quería hacerse un piercingen su labio inferior, uno como el que yo tengo y pues ahora que ha podido comprarlo me digne a concederle ese capricho.

—Listo—le digo quitándome los guantes de látex blanco.—ahora solo toma alguna capsula de antibiótico y estarás bien.

—¿En serio ya?—me dice descubriendo sus ojos y tocando su labio.

—Si, solo no te lo toques por un buen rato hasta que el agujero haya cicatrizado y así no te dolerá.

Cori toma un espejo y por el gesto en su rostro parece estar bastante contento con el piercing. Solo es una pequeña bolita pero luego la cambiara por un pequeño arete circular. Realmente se mira bien, solo es cuestión que se acostumbre.

Ya hace un mes más o menos desde el festival de deportes y todo ha ido con bastante calma. Mis padres han tenido que regresar nuevamente a su trabajo, y esta vez en quien sabe que país del extranjero estarán. La última vez que me llamaron estaban en un laboratorio de investigación en Japón. Dijeron que intentarían no moverse tanto, pero por cuestiones de laboratorio y equipos necesarios para sus investigaciones tienen que andar de un lugar a otro a cada momento.

—Ten—le digo a Cori, pasándole una pastilla antibiótica y un analgésico

—¿Es droga?—me dice a modo de broma.

—Si claro, solo hazla polvo en un mortero y la inhalas que seguramente hará que se te aflojen los mocos.

Cori suelta una carcajada seguida de un “Auch” y una maldición que hacen que me ría al ver su expresión. Le dije que no hiciera movimientos bruscos con su boca por un rato o le dolería más de lo habitual. El coge ambas pastillas y con dos tragos de agua las hace llegar a su estomago.

—Te dará sueño en un rato—le advierto—así que mejor ve y échate por donde quieras a dormir.

—Lo único malo de todo esto—me dice con gesto serio pero a la vez preocupado—es que no podré besarte hasta que esta babosadame deje de doler.

—Eres…¡ahg! Que importa.—le digo sonrojado.

Cori simplemente me sonríe y como siempre su gesto va acompañado de un abrazo que provoca que me sonroje aun más de lo que ya estoy. No se como demonios lo logra pero hace que sienta una enorme paz cada vez que lo hace y logra hacer que me den ganas de golpearlo pero de besarlo al mismo tiempo cuando me susurra al oído que me ama.

—Creo...que debo de ir a comprar unas cosas—le digo un poco nervioso—mejor ve y acuéstate.

—Si, si, ya voy. Espera, ¿comprar? ¿Iras a la ciudad?

—Supongo, debo de comprar unas cuantas cosas en el supermercado.

—¿Puedo acompañarte?

—Deberías mejor de descansar, pronto te dará sueño el analgésico.

—Igual, quiero acompañarte—me dice el bostezando.

—Lo ves—le advierto—mejor duerme que si no andarás por ahí lastimándote la boca.

Cori refunfuña unas cuantas cosas y de mala gana va y se acuesta en el sofá. Enciende la televisión y me mira fijamente.

—¿Sucede algo?—inquiero con curiosidad

—Si

—¿A sí?

—No

—Demonios, ya decídete—le digo riendo.

—Solo intentaba retenerte un poco—me advierte con una sonrisa.

—¿Para qué?

—Porque me gusta pasar mi tiempo contigo. Ahora mejor vete antes de que cambie de opinión y me pegue a ti a la fuerza como un chicle.

Suelto una carcajada al escuchar sus palabras. Es simplemente como un niño; a veces actúa como uno y logra de la manera más graciosa sacarme una sonrisa.

—Te traeré una crepa.

—¿En serio?—me dice él con emoción

—No.

—Debería matarte—comenta el haciendo un puchero.

—¿En serio?

—No—advierte soltando una risotada—ya mejor vete que entre mas pronto regreses menos tiempo estaré solo.

—Bien—le digo entre risas—estaré acá en unos minutos. Solo para que veas que soy bueno si te traeré la crepa.

—Deja de jugar con mis sentimientos con respecto a las crepas Sasha Alexander—me dice el con tono seriamente gracioso—si no me la traes entonces me las pagaras...aunque sea a besos pero me las pagarás.

—¡Demonios! Mejor me largo.

Nos quedamos mirando el uno al otro por un largo rato, sin saber que decir y en un silencio bastante intenso. ¿Qué hago exactamente observando a Cori? ¿Qué está cruzando por su cabeza en estos momentos? Ya llevamos prácticamente un mes así, de esta manera, simplemente...amándonos. Y es lindo. Simplemente, perfecto. Mejor me largo antes de decir alguna estupidez que arruine el momento. El simplemente me vuelve a sonreír, provocando que me ponga nervioso, así que decido salir de la sala por mi bien mental.

Me dirijo hacia la puerta y para mi sorpresa, justo cuando la abro me encuentro con Karla que estaba a punto de abrirla. Trae consigo una pagina a medio doblar en su mano y un lápiz en la otra. Ella me mira por unos momentos y luego se deja caer sobre mi a lo cual yo por instinto extiendo mis brazos para abrazarla y sostenerla.

—¿Quieres salvarme el día?—me dice con resignación.

—¿Quiero?

—Si, quieres. Ahora acompáñame a hacer unas compras. Vamos di que sí.

—Has llegado en el momento indicado—le digo entre risas—justamente me dirijo a la ciudad a comprar las cosas para la semana.

Karla me sonríe enormemente y me mira con cara de “He encontrado mi salvación”. Me toma de los hombros, me da la media vuelta y de un jalón se sube a mi espalda como si jugásemos a caballito.

—¿Nos vamos?—e dice acomodando su cabeza en mi hombro, quedando nuestros rostros bastante cerca.

—Supongo—le digo agarrando sus piernas con firmeza. Cierro la puerta y una vez logro acostumbrarme a ella corro como demente hacia el garaje con ella gritando como niña de doce años que se emociona por jugar.

Saco el auto y nos ponemos en marcha hacia la ciudad. Pocas veces he venido conduciendo hasta esta parte de Longmont en auto, pues normalmente vengo en autobús. Acabo de recordar también que debo de venir de nuevo a andar en patines, cosa que me encanta. Un segundo…¿Dónde diablos están mis patines?

—Deberíamos ir a Walmart—sugiere Karla extendiendo el papel que hace un segundo llevaba en su mano. Puedo notar que es una enorme lista de comprados por hacer—mi madre quiso encargarme todo el supermercado pero no le ajustó el papel para anotar tanto.

—Pues yo voy por yogurt.

—Eres un glotón.

—La vida es justa a veces cuando comes yogurt.

Conduzco por al menos quince minutos, pasando entre un sinfín de paisajes verdes y llanos que a lo lejos se pierden entre pequeñas colinas. Los caballos galopan de vez en cuando hasta cansarse y las ovejas como siempre están pastando, dispersas y correteando por todo el lugar. Sigo pensando que hay cosas que posiblemente me gustaría tener para siempre y una de ellas es esta vista capaz de hacerme ver que la perfección puede existir. La montaña Longs Peak como siempre, imponente tras cada paisaje que cruza por nuestros ojos se pinta de blanco en su cumbre llena de nieve que por las tardes se torna color helado de vainilla. Pero el paisaje no dura más que unos cuantos minutos, pues abruptamente aparece una frontera que marca visiblemente el límite entre la quietud de las afueras de Longmont y la ruidosa ciudad. De repente nos vemos rodeados de edificios de concreto, bulliciosos autos y semáforos por doquier. Peatones por todos lados y tiendas en hileras interminables que se anuncian abiertas en las aceras me hacen recordar por qué detesto la ciudad. Esta vida tan acelerada, tan material y artificial, tan consumista y dependiente de lo que no es necesario me abruma en pocos instantes y me sofoca la mente. Nueva York era una cosa, pues a la fuerza tenia que vivir en una ciudad que por defecto es una fabrica de numerosos ruidos ensordecedores, pantallas de tv gigantescas y por ultimo pero no menos importante un nacedero de “gas-destruye-capa-de-ozono” o mas simplemente CO2. Pero aquí, en Longmont, tengo la oportunidad de estar fuera de la agobiante selva de concreto y no pienso desaprovechar la paz que me ofrece el lugar por este laberinto de calles grises.

Finalmente llegamos al Walmart, tomamos una cesta con rodos y nos disponemos a comprar lo que necesitamos. Es curioso venir con Karla siempre acá, pues los empleados nos conocen y para ellos, Karla y yo, estamos saliendo. Eunice, una anciana de algunos setenta años que siempre está en el área de las carnes regalando muestras gratis de salchichas nos pregunta como hemos estados, nos pregunta por Cori y al final nos dice que ya es tiempo de que vayamos pensando en formar una familia. Siempre logra sacarme una que otra risa por sus sugerencias. A Karla le encanta darle mas cuerda a sus ocurrencias porque siempre nos termina contando unas historia sobre su vida. Es por eso que siempre las visitas al supermercado deben de ser en días desocupados y sin planes para más tarde.

Una vez Eunice nos contó la historia de su padre en la guerra de Vietnam. Allá por 1968 si mal no recuerdo, el padre de Eunice fue llamado al servició de su país para cargar con una guerra de lo mas estúpida. Aclaro que todas las guerras son estúpidas. ¿No creen ustedes? Nunca comprendí por qué las guerras suponían un cambio y no un simple dialogo inteligente. Al final posiblemente la violencia pueda sobre la razón aunque en extremas instancias se dio razón de algo a causa de la violencia. En fin, sigo pensando que son estúpidas. Bueno, continuando con la historia del padre de Eunice; recuerdo muy vívidamente sus palabras a las cuales en un silencio inmutable escuchamos con atención:

Mi padre, Leo, fue llamado a servir a su país el 14 de mayo de 1968. Vivíamos en Texas para ese entonces, en un enorme paraje dorado por los cultivos de trigo que mi padre con el sudor de su frente había sacado adelante. Éramos una familia unida, a pesar de ser pobres en todo menos en amor. Mi madre Eunice, que por ella y mi abuela cargo con este nombre que amo y que me hace recordarlas, ayudaba a mi padre en cuanto podía en su trabajo. Mientras yo y mi hermana menor nos encargábamos de los quehaceres de la casa; una vieja y ruidosa casa de madera, ennegrecida por el tiempo pero cálida en su interior.

Recuerdo ese día haber regresado ya tarde con mi hermana de nadar en el estanque al otro lado del bosque tras nuestra casa. Corríamos preocupadas porque nuestra madre pudiera regañarnos pues habíamos salido sin permiso de ella. Llegamos a nuestra casa y justo antes de entrar por aquella puerta que siempre rechinaba, escuchamos el llanto de mamá romper el silencio. Entramos caminando despacio e hice que mi hermana subiera a su habitación. Lo primero que cruzó por mi mente fue que mi padre había peleado con mi madre pero dentro de mi inocencia pasé por alto que él era un hombre recto, comprensivo y sobre todo admirable, incapaz de cometer errores o al menos frente a nosotros. Fue hasta entonces, hasta que asomé mi cabeza por el borde de la puerta de la cocina, que comprendí que era lo que sucedía. Ahí estaba ella, mi madre, sentada a la mesa y mi padre acurrucado junto a ella tomando su mano y limpiando las lagrimas que mojaban su rostro. Pude ver en las manos de mi madre un papel que apuñaba con fuerza con la bandera y el escudo de los Estados Unidos impreso atrás.

Ya hacían días que en la radio escuchábamos que el país necesitaba hombre de—según ellos—valentía y compromiso se presentaran a defender a su país. Pero créanme, valiente no es aquél que defiende un país y se proclama vencedor, si no mas bien, valiente es aquel que por voluntad propia decide ayudar a cesar el derramamiento de sangre con inteligencia y un buen corazón, y mi padre lo sabia.

Fue entonces que tres días después el partió.

—Regresaré, Raquel—me dijo papá llamándome por mi primer nombre como siempre solía hacerlo cada vez que tenía algo importante que decirme—cuida a tu madre y a tu hermana. Prometo escribir cada vez que pueda y ten presente que un día volveremos a ser la familia que siempre fuimos.

Así fueron las últimas palabras de mi padre, que entre llantos se despidió de mi madre y mi hermana. Esa fue la primera vez que lo vi llorar. Siempre había sido un hombre de temperamento fuerte pero amoroso, protector y capaz de hacerle frente a cualquier adversidad, pero era notable que en el fondo tenía un punto débil que lo hacía aún mas humano y era el amor por una familia que también lo amaba.

Un mes después de su partida, las horas y los días que conté agobiantemente, esperando saber de él, de su situación, de su regreso; recibimos su primera carta.

Ese recuerdo vivido de mi hermana ayudándome con unas cubetas con leche y mi madre saliendo a nuestro encuentro con la carta en su mano, llorando de felicidad y necesitando consuelo a su vez, es posiblemente uno de los recuerdos que por mas anciana que llegue a ser jamás olvidaré, pues me dieron las esperanzas y fuerzas necesarias para seguir adelante y fiel a la espera de su regreso.

Mi padre nos contaba de sus vivencias en Vietnam con bastante detalle y mi madre, con su habilidosa manera de contar historias, nos leía la carta haciendo volar nuestra imaginación y recreando en nuestra mente hasta el olor de la hierba verde y húmeda. Esa carta la leí seguramente cien o mas veces en el transcurso de una semana, solo para estar segura de que mi padre realmente nos decía que estaba bien, que se encontraba sano y que su sufrimiento no le ponía mas peso además del que ya cargaba en sus hombros.

Dos semanas después de recibir la carta de mi padre, mi hermana menor, Bithia, enfermo gravemente y el doctor le diagnostico Tuberculosis. Mi madre hizo todo lo posible por hacer que ella mejorara. El tratamiento contra la tuberculosis era demasiado caro para nuestra familia que a penas vivía de unos pocos granos de trigo y lo que nuestro huerto producía. A falta de dinero mi madre llegó al punto de pedir en las calles del pueblo ayuda a cada persona que pasaba frente a ella. Vendíamos nuestra poca producción de trigo en el mercado local pero lo que conseguíamos era muy poco para todo nuestro esfuerzo. Se llegó un día, entonces, que nos vimos en la necesidad de vender parte del terreno de cultivo y quedarnos únicamente con nuestra casa y el huerto tras ella. No nos importó, lo único que queríamos era que Bithia mejorara así eso significara vivir en la calle.

El dinero que obtuvimos fue suficiente para llevar a cabo el tratamiento completo, pero como a veces es necesario, la vida nos enseña que no siempre todo deberá ser color de rosa y nos da una bofetada en el rostro, haciéndonos aprender por la fuerza a ser más resistente ante las adversidades, así sea necesario tocar fondo para ello.

Bithia murió el 27 de Julio de 1968, justamente a las 4:30 de la tarde. Su funeral fue pequeño, un día después y solo asistieron algunas diez personas, las mas allegadas a nosotros, pues vivíamos algo lejos del pueblo y pocas personas eran conocidas nuestras.

Mi madre quedó devastada con la perdida de mi hermana y entró en una gran depresión que nunca pudo superar. Hablaba sola y a veces llamaba a Bithia en las noches, gritando y llorando a todo pulmón.

El 7 de agosto del mismo año recibimos la visita de unos señores uniformados que parecían ser del ejército. Sus trajes formales y sus zapatos bien lustrados desencajaban totalmente con el pobre estado de nuestra casa. Recuerdo que tuve que recibirlos yo, pues mi madre no se encontraba en condiciones para escucharlos. En tales situaciones, tenia que hacer el papel de adulta que nunca quise cumplir y dar la cara de una buena vez a lo que viniera. Ya tenia mis años, no los suficientes para decir que podía hacerle frente a toda una vida, pero si los necesarios para afrontar los problemas de mi familia, así que me digne a escuchar lo que ellos tenían que decirme.

—Perdón por venir de imprevisto y sin avisar, pero creímos que la manera mas propia de hacerlo era personalmente. Sentimos comunicarle que su padre, Leon Athony Blues, ha fallecido en combate. Nuestras más sinceras condolencias para con usted y su familia.

Mi manera de ver la vida dio un giro radical y caí en cuenta que las cosas tenían que suceder porque así debían de ser. Dolió. En lo más profundo de mi dolió y reconozco que pasaron noches completas en las que mi rostro se empapaba de lagrimas y llanto. Sentía que ya era demasiado, sentía que ya no soportaba más. Era más peso del que podía cargar. Mi hermana, mi padre, y mi madre que aunque se encontraba con vida era como un fantasma, sin expresión y sumida en sus propios pensamientos.

Mi padre fue cremado y traído sus cenizas hasta nosotros. Decidimos enterrarlo en el cementerio del pueblo, junto a la tumba de mis abuelos. Siempre fue uno de sus deseos y recuerdo como a veces nos decía que su lecho de descanso sería ese, junto a las personas que lo vieron crecer y hacerse de él un hombre de admirar.

Unos años después conocí a mi esposo, Johan. Un hombre que lejos de ser un simple panadero era alguien a quien le pertenecía mi corazón y hasta este momento es dueño de él. Su manera de ser, su carisma, su amabilidad, su tacto con las personas y ese don de gentes que siempre lo ponía en practica sin notarlo era lo que lo hacia para mi, el hombre de mi vida.

En marzo de 1988 decidimos casarnos. Ya teníamos algo que nos unía, dos hermosos hijos de los cuales estoy orgullosa con todo mi ser, a los cuales no les puedo reprochar nada porque podría apostar mi vida a que son buenas personas. Como deseé en el día de mi boda que mi padre y mi hermana estuvieran presentes. Como deseé que mi padre hubiese podido verme convertida en toda una mujer, capaz de proteger a mi propia familia. Como pude desear que mi hermana estuviese ahí, atrapando el ramo de flores luego de lanzarlo y gritando como dementes porque ya me había casado. Pero lejos de que así sucediera, simplemente eran deseos.

Concluí que a veces a la vida no le parece suficiente lo que ya ha sucedido para abrirnos los ojos ante un mundo cruel y prepararnos de la manera más tosca para este. En febrero de 1992, mi madre, Eunice, murió de cáncer.

Domingo 8 de Agosto de 2010.



Seguramente deba de comenzar a pensar desde ahora, más detenidamente, lo que será de mí en un futuro y hacer todo lo posible por vivir cada segundo de mi presente. Es seguramente, tiempo de retener conmigo los momentos más felices en la mayor medida posible y de valorar cada segundo que transcurre junto a las personas que amo.

Hoy recordé que tengo mucho por vivir. Hoy he podido darme cuenta que debo de valorar más aquello, que en lo que a mi respecta, me hace estar mas cerca a una vida que amo.


Sasha

Ending:









Firma By Frank


Autor: Luis F. López Silva

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